
Esto, que pudiera parecer el título de una novela de Jane Austen, es la fórmula que varios investigadores han descubierto como la activadora de la motivación intrínseca, es decir, de aquella que se relaciona con el trabajo en sí, y no con los factores que lo rodean (sueldo, prestaciones, ambiente laboral y otros similares).
Ya lo había dicho Frederick Herzberg, al hablar del enriquecimiento del trabajo, de la importancia de hacer lo que a uno le gusta y, claro, de la motivación intrínseca misma; también lo sostuvieron varios de los defensores del liderazgo situacional, como Blanchard y Reddin, al señalar que el poder (capacidad) y el querer (actitud) son los componentes básicos de la madurez de los colaboradores; y, más recientemente, Ken Robinson presenta esta tesis en su libro “El Elemento” (Grijalbo, 2009).
De una u otra forma, todos ellos afirman que el mejor desempeño posible, el que va a lograr incluso que las personas le agreguen valor a su trabajo y no sólo se conformen con hacer lo que estrictamente se espera de ellas, es el que se genera de la combinación de las dos variables mencionadas: talento y pasión. Las dos se tienen que dar para que el resultado verdaderamente sea diferente.