"Todos los avances significativos fueron rupturas en las antiguas formas de pensar"
Thomas Kuhn

martes, 22 de diciembre de 2009

Nueva década


Está por terminar el 2009, y con él la primera década de este siglo/milenio. Estos años no han sido fáciles para el mundo, y por lo tanto tampoco para las organizaciones, que se han visto envueltas en un torbellino de acontecimientos políticos, económicos y sociales a los que han tenido que hacer frente no siempre, y no todas, de una manera exitosa. Muchas empresas se han quedado en el camino y otras han estado a punto de hacerlo.

Desde el 11 de septiembre del 2001, el mundo cambió para no volver a ser el mismo, sobre todo si a la ya profusa serie de cambios que se dieron desde entonces, se suman los generados por la gran crisis económica que se hizo manifiesta a fines del año pasado. El qué va a pasar, cómo llegará el 2010 y de qué manera se desarrollarán los acontecimientos, es una incógnita. Ahora más que nunca vivimos un mundo en el que no son las certezas, sino las probabilidades, las que dominan, permitiendo solamente plantear escenarios posibles.

Sobra decir que nuestro país, lejos de estar ajeno a esta dinámica del cambio acelerado que vive el planeta (no sólo en el sentido social, sino también en el físico, ecológico y climático), ha experimentado un entorno más que turbulento, al que las empresas han tenido que sortear como han podido (aunque no necesariamente con las mejores decisiones y estrategias).

El año próximo conmemoraremos el bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia y en centenario del comienzo de la Revolución, lo que nos dará la oportunidad de hacer algo que nos gusta mucho a los mexicanos: voltear hacia atrás. Mirar al pasado no es, por supuesto, algo malo en sí mismo, pero podría serlo si se queda en el mero ejercicio de llevar a cabo ceremonias y actos simbólicos, sin dar pie a la reflexión y por ende al aprendizaje. El mayor valor de la historia es que se puede aprender de ella, y por lo tanto, cambiar a partir de ella.

El arco y la flecha

El pasado se podría pensar como algo parecido a la cuerda de un arco: su función es darle impulso a la flecha que sale de él. Si la cuerda se hace hacia atrás es para que la flecha salga con más fuerza y velocidad. De la misma forma, el mirar al pasado debe tener como principal función proyectarnos hacia el futuro, y no atraparnos en lo que sucedió, lamentando nuestras desgracias y recordando con nostalgia nuestros buenos tiempos.

Este es un momento crucial para el país y para las organizaciones; lo que pase dependerá de cómo se vea al futuro, de cómo se le planee. De una vez por todas hay que dejar de desear que las cosas pasen para trabajar en que sucedan. Warren Bennis afirma que la visión es la capacidad para inventar futuros; nada más cierto que eso. Solamente se podría añadir que, además de inventarlos, hay que hacerlos realidad. Alguien comentaba alguna vez que la única manera de hacer que los sueños se cumplan es despertando.

En este país, en sus empresas de todo tipo, hay que despertar y hay que luchar para que las cosas que soñamos sucedan. Hay que aprovechar el momento, el hecho de que nos encontramos ante el final de un ciclo y el inicio de otro. Los seres humanos somos animales simbólicos, y una de las manifestaciones de los símbolos es el ritual. ¿Por qué no cerrar con este ciclo que se va aquello que nos ha impedido salir adelante y ser competitivos? ¿Por qué no iniciar el nuevo año/década con verdaderos propósitos de mejora? ¿Por qué no definir desde ahora qué futuro queremos y cómo le vamos a hacer para alcanzarlo?

En muchos aspectos, estamos rezagados en la carrera; todavía no asumimos que la responsabilidad de lo que aquí pase es nuestra. Nadie más que nosotros podemos construir este país, y para construirlo hay que destruir muchas cosas que ya no funcionan, que de hecho nunca han funcionado. Para eso hay que tener valor y determinación, espíritu autocrítico y claridad en lo que se quiere y en cómo llegar a ello.

Ojalá que el año que entra sea testigo de la voluntad de un pueblo que desde todas las trincheras lucha por crecer, por superar rezagos, por crear mejores condiciones de vida para todos. Hay que trabajar en ello.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Decidir bien


Si aceptamos que el proceso de toma de decisiones es el principal mecanismo homeostático de la organización como sistema adaptativo complejo (como se vio en este mismo espacio hace una semana), nos daremos cuenta de lo importante que resulta que este proceso funcione muy bien. Después de todo, de él depende en mucho la supervivencia del sistema.

Warren Bennis, uno de los padres del Desarrollo Organizacional, ya había predicho a mediados de la década de los sesenta la desaparición del modelo tradicional de organización, el llamado burocrático-mecanicista. Su argumento fue muy contundente, y hoy en día lo corroboran los casos de muchas empresas que desaparecieron, o que estuvieron a punto de hacerlo: la empresa burocrática se extinguiría, predijo este gurú, porque por naturaleza es lenta para responder, al tener un proceso centralizado de toma de decisiones; y ser lento en un entorno dinámico es estar condenado a muerte.

Entonces, las organizaciones deben diseñar un proceso muy ágil, tan ágil como el entorno en el que compiten, de toma de decisiones. Lo que tienen que definir con toda precisión es cómo se van a tomar, quiénes tienen que decidir y cuándo.

El cómo involucra al método que se utilizará. En este sentido, se pueden encontrar en la literatura sobre el tema, y en la práctica misma, infinidad de formas de tomar decisiones, unas más creativas, flexibles y espontáneas, y otras más lineales y racionales. Algunas son más adecuadas para cierto tipo de situaciones, y las hay también más o menos complicadas en su forma de aplicarse.

Sin embargo, sea cual sea el método elegido, de lo que se trata es de que la decisión que se tome (el output del proceso), sea de calidad, entendiendo por tal aquella que mayores beneficios y menos riesgos representa. Para lograrlo, el input, que es la información, debe ser de calidad también, así como el proceso mismo, la manera como se utiliza dicha información.

El poder del facultamiento

El quiénes tienen que decidir es una cuestión tan crucial como el método a utilizar, ya que tiene que ver con el grado de centralización o de facultamiento que hay en la organización. Las estructuras son más tradicionales y burocráticas en la medida en que las decisiones son tomadas por unos cuantos, que además son quienes se encuentran en el vértice de la pirámide.

En cambio, las estructuras orgánicas, o adaptativas, se caracterizan por un alto grado de participación. Las decisiones bajan y se toman en el nivel que se requiera para dar una respuesta rápida al entorno. Obviamente, este esquema implica que la gente está más preparada y cuenta con los elementos, y la autoridad, necesarios para que las decisiones se tomen bien; implica también, por supuesto, que los líderes formales tienen un estilo que no sólo permite, sino impulsa, este facultamiento.

Una decisión puede ser tomada individualmente, por unas cuantas personas o por muchas. En el primer caso, quien decide lo hace porque es un asunto de su competencia, o porque tiene la autoridad para dar un voto de calidad, o porque es urgente decidir algo. En el segundo caso, generalmente se trata de especialistas a quienes se les confía la decisión, o de comités facultados para hacerlo. Cuando son muchos los que intervienen, se puede llegar a la decisión por votación simple, por métodos que “suavizan” a la mayoría simple (como pudiera ser la llamada técnica del grupo nominal), o por consenso.

Lo importante es tener bien claro quién decide qué, y darle todas las facilidades para que lo pueda hacer con efectividad.

Finalmente, el cuándo es lo que determinará la velocidad de respuesta. Las decisiones no necesariamente tienen que ser rápidas; lo que sí deben ser es oportunas, lo que significa que hay que tomarlas en el momento adecuado para conjurar la amenaza o aprovechar la oportunidad que presenta el entorno. La capacidad de reacción determina la capacidad de adaptación, y ésta última la de supervivencia.

En nuestra cultura de trabajo sigue imperando el modelo tradicional, piramidal, jerárquico, centralizado de toma de decisiones, lo que le resta a las empresas flexibilidad. Migrar a uno más horizontal y participativo no será fácil ni será rápido, porque requiere que tanto los líderes como los colaboradores tengan la madurez necesaria para delegar, en el caso de los primeros, y asumir la responsabilidad, en el de los segundos.

El caso es que si esta madurez no se desarrolla pronto, seguiremos perdiendo competitividad y la mortandad organizacional será peor de la que ya de por sí tenemos.

sábado, 12 de diciembre de 2009

¿Qué queremos para el 2010?


Estamos a pocos días de terminar el 2009, un año especialmente difícil para este país. Preocupa ver que las perspectivas para el ciclo que empezará en breve no son alentadoras: hemos ido a la baja en muchos indicadores, como por ejemplo el de competitividad, y a la alza en otros, como los de pobreza, corrupción e inseguridad. La clase política no parece estar a la altura de lo que demandan las actuales y futuras circunstancias, los medios de comunicación (especialmente la televisión) continúan ofreciendo contenidos de vergüenza, claramente orientados a adormecer y a desviar la atención de los asuntos realmente importantes, y la nación entera se ha convertido en un enorme campo de batalla en el que unos matan a otros, secuestran a otros, vejan a otros, roban a otros, pisotean los derechos de otros, con total impunidad.
El 2010 México celebrará (¿sería más correcto decir que conmemorará, y no que celebrará?) el bicentenario del inicio de la guerra de independencia y el centenario de la revolución. Más que voltear hacia atrás una vez más, como lo hemos hecho siempre, deberíamos tener los ojos puestos en el futuro, en ese futuro que muchos quisiéramos, pero que muchos más están empeñados en que no se dé.
¿Por qué no luchar para que este año que viene empiece la verdadera transformación de nuestro país, de nuestras organizaciones, de nosotros mismos?
¿Qué tenemos que hacer para que este proceso de cambio inicie y salgamos del círculo vicioso en el que estamos metidos? ¿Por dónde empezar a transformar nuestra realidad?
Quiero invitar a todos los que así lo deseen a expresar aquí sus ideas, a que podamos intercambiar puntos de vista, debatir, buscar caminos. Lo peor que se puede hacer es no hacer.

martes, 8 de diciembre de 2009

Bailar al ritmo del son


La Teoría General de Sistemas ha permitido estudiar, y administrar, a las organizaciones desde una perspectiva totalmente diferente a la que se tenía con el enfoque tradicional y reduccionista que prevaleció hasta hace unas cuatro décadas. Por un lado, esto implica ver a la organización como un sistema constituido por partes interrelacionadas e interdependientes, y no como un conjunto de elementos desconectados. Entonces, el resultado final no es el que se obtiene con la mera suma de las partes, sino el que generan las múltiples conexiones que se dan entre ellas.

Por otro lado, ahora la organización se ve ya no como una máquina o sistema físico, sino como un sistema vivo, como un organismo, o, para usar el término técnico, como un sistema adaptativo complejo. Adaptativo porque debe responder constantemente a las transformaciones de su entorno, que le plantea retos, amenazas y oportunidades. Complejo porque debe ser tan flexible como el mismo entorno se lo demande.

Para decirlo de otra forma, la organización, si quiere sobrevivir, tiene que bailar al ritmo del son que le toque el entorno. Si las condiciones prevalecientes en él son relativamente estables, el sistema organizacional no requerirá de cambios continuos, pero si son de un gran dinamismo e incertidumbre, su propia transformación deberá ser rápida, lo que requiere de mucha flexibilidad.

Ese, el de su capacidad adaptativa, es el secreto de la supervivencia de las organizaciones: responder oportuna y efectivamente a las demandas del entorno en el que operan y compiten. Hay un concepto especialmente importante que tiene que ver con esta capacidad de adaptación, que es el de Homeostasis.

La homeostasis (del griego homos, "similar", y estasis, "posición", "estabilidad"), es una propiedad de los sistemas, especialmente de los orgánicos, gracias a la cual éstos llevan a cabo los ajustes que les permiten mantenerse en un estado de equilibrio dinámico, y por lo tanto sobrevivir a los cambios de su entorno. Si los sistemas no fueran homeostásicos, simplemente perecerían.

Ejemplos de esta propiedad son los ajustes que hace el cuerpo ante un cambio de temperatura (a través del sudor, cuando aumenta el calor), o la aparición de la fiebre cuando hay una infección (lo que constituye un mecanismo “pasteurizador” del organismo, cuyo objetivo es eliminar a los agentes invasores).

Homeostasis organizacional

Las organizaciones tienen que conservar el equilibrio dinámico, dado que su entorno cambia constantemente, por lo que también ellas, como todo ser vivo, cuentan con un mecanismo homeostásico que, si funciona adecuadamente, les permitirá sortear las amenazas y aprovechar las oportunidades del entorno.
Este mecanismo es el proceso de toma de decisiones.

De la manera como se decida en la organización dependerá su capacidad de adaptabilidad y, por lo tanto, de supervivencia. Si el proceso es ágil y efectivo, se tendrá una respuesta oportuna y se realizarán los cambios y adaptaciones internos que las transformaciones externas demandan. De lo contrario, la organización se verá rebasada por su entorno y, a la larga o a la corta, será destruida por él.

La moderna administración del entorno incluye cuatro fases o etapas, igualmente importantes. La primera es la percepción, es decir, la habilidad para hacerse de la información del entorno que resulte relevante para la organización; la segunda es el análisis, ya que hay que saber interpretar adecuadamente esa información para anticipar su posible impacto en la organización; la tercera es precisamente la decisión, para elegir la respuesta idónea a las condiciones cambiantes del entorno, y la cuarta es la acción, hacer lo que se decidió.

No es casual que muchos de los cambios que se están dando en las organizaciones hoy en día tengan que ver con su proceso de toma de decisiones: descentralización, facultamiento, participación, involucramiento, son acciones directamente relacionadas con él. Si las decisiones se centralizan, si los controles son burocráticos, la respuesta organizacional se vuelve lenta, y con ello el riesgo de reaccionar extemporáneamente es mayor, lo que le resta a la organización posibilidades de supervivencia.

Es indispensable entonces contar no sólo con un proceso óptimo de toma de decisiones, sino también con una metodología apropiada para el procesamiento eficiente y eficaz de la información, que es la materia prima de la buena toma de decisiones.

Tan importante es esto, que hace no mucho tiempo la revista Fortune lo consideró como uno de los factores clave de éxito de las empresas más admiradas del mundo.

martes, 1 de diciembre de 2009

Los símbolos como recurso


Las organizaciones tienen recursos diversos de los que echan mano para lograr sus objetivos; algunos de los más conocidos son la gente, el dinero, la tecnología, las instalaciones, la materia prima y el conocimiento. Sin embargo, hay otros menos conocidos, pero no por ello menos importantes, entre los que se encuentran los simbólicos.

Recursos simbólicos son todos aquellos elementos susceptibles de evocar en las personas significados que le den sentido y contexto a la realidad en la que trabajan, al reforzar los valores que la organización ha establecido para orientar la decisión y acción de sus integrantes. Algunos de estos elementos actúan sobre el plano lógico y racional, y otros sobre la intuición y la emoción. En general, los recursos simbólicos organizacionales se pueden clasificar de la siguiente forma:

Primero, la historia y la mitología de la organización; mientras que la primera se refiere a todos los acontecimientos comprobables que se han dado desde su origen, la segunda tiene que ver con las interpretaciones simbólicas de dicho origen, y del desarrollo posterior de la empresa, que conforman una especie de “historia sagrada” en la que lo importante no es la veracidad, sino el significado.

Segundo, el conjunto de elementos culturales que ha definido la organización, como su misión, visión, creencias, valores y principios, que describen lo que en ella se considera importante, necesario, bueno y deseable.

Tercero, las ceremonias y rituales, a través de los cuales se celebran las fechas y eventos relevantes de la organización, y se reconocen las conductas ejemplares de sus colaboradores. Entran también en este rubro los “ritos de paso”, que se realizan para iniciar a los nuevos miembros, o bien para manifestar el tránsito de una situación a otra (por ejemplo, un ascenso o cambio de funciones).

Cuarto, los identificadores, entendiendo como tales a diversos recursos, como el manejo del color, el logotipo, la tipografía, los uniformes, los elementos gráficos de todo tipo y la decoración, entre otros, que pueden tener un gran valor simbólico cuando son bien aprovechados.

Por otro lado, hay una gran cantidad de formas en que la organización envía mensajes a sus colaboradores y a sus públicos externos, que pueden o no ser consistentes con la imagen que quiere darles.

Administrar los recursos simbólicos

Es muy frecuente encontrar organizaciones que mandan mensajes contradictorios a través de diversos medios (por ejemplo, lo que se dice en el discurso de los líderes y lo que éstos muestran con su conducta), lo que las hace perder credibilidad. Por eso, se debe cuidar que todos los mensajes se refuercen unos a otros, es decir, que tengan consistencia.

Una de las maneras de lograr esta consistencia es a través de lo que se podría llamar “Administración de Recursos Simbólicos” (ARS), que es todo el conjunto de acciones encaminadas a lograr que los recursos simbólicos de la organización sean consistentes entre sí, y con la cultura “ideal” de la empresa, es decir, con aquella que está en el papel y en el discurso, pero no necesariamente en la realidad cotidiana.

La ARS es el proceso encaminado a lograr que los recursos simbólicos de la organización sean aprovechados de manera óptima, con el fin de que contribuyan al reforzamiento de la imagen que la empresa quiere proyectar.

Por poner un ejemplo, muchas organizaciones que tienen unidades repartidoras de sus productos suelen descuidar el estado en que se encuentran, y hasta la forma en la que conducen sus choferes, por no hablar de la apariencia y arreglo personal de estos últimos. El resultado es que la percepción de la empresa por parte de una buena parte del público puede ser muy negativa, lo que afecta su reputación.

La ARS puede ayudar a la organización no sólo al adecuado manejo de los medios de comunicación y de los recursos simbólicos con los que cuenta, sino también a lograr la consistencia entre los mensajes se envían constantemente a través de diferentes medios.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Revolución organizacional


El perfil que van adquiriendo muchas organizaciones conforme avanza este siglo/milenio que está a punto de alcanzar su primera década, es muy diferente del que prevaleció durante muchos años; de hecho, desde que esta figura surgió en su versión moderna como consecuencia de la revolución industrial del siglo XVIII, que dio un giro importante a la manera de producir y de comercializar, y que disparó fuertemente la carrera tecnológica, entre otros muchos cambios.

Como las primeras organizaciones creadas en aquella época tomaron su modelo de la iglesia y del ejército, que eran las figuras sociales prevalecientes, la estructura que adoptaron fue la que imitaron de ambas instituciones: jerárquica, vertical, centralizada, basada en el esquema de autoridad-obediencia, departamentalizada para separar funciones claramente diferenciadas; en suma, el perfil descrito por Max Weber cuando hablaba de la organización burocrática.

Este modelo prevaleció por lo menos hasta principios de la década de los setenta, cuando la influencia del Desarrollo Organizacional, el enfoque sistémico, la escuela de las Relaciones Humanas y varios de los primeros gurús del Management, comenzaron a plantear la necesidad del cambio en la cultura, estructura y procesos de las empresas, como la única posibilidad de supervivencia en un entorno cada vez más complejo.

Incluso Warren Bennis, uno de los padres del DO, vaticinó en aquel entonces el fin de la organización burocrático-mecanicista para cuando terminara el siglo pasado; y, aunque no se acabó, sí tuvo transformaciones significativas, al grado de que en algunos casos, pareciera que las empresas tienen ahora la tendencia a caminar hacia la antípoda de sus predecesoras. Si revisamos los cambios más evidentes, podremos ver que afirmar lo anterior no es una exageración.

Principales cambios

Quizás el cambio más grande que han experimentado muchas organizaciones en los últimos años sea el de su estructura, al pasar a ser más horizontales y flexibles; esto implica que los niveles se han reducido en número, que se ha tendido a la descentralización, que se trabaja más por procesos y por proyectos (lo que representa tirar los muros internos que dividen a las áreas e integrar equipos multidisciplinarios), que se fomentan la rotación de puestos y las multihabilidades, y que se adoptan esquemas de carácter matricial, entre otras cosas.

También los procesos han experimentado cambios sustanciales, al hacerse más automatizados y más simples, buscando la forma más fácil y rápida de alcanzar los resultados que se esperan con ellos, e involucrando a todas las áreas que tienen que ver con su ejecución. Por supuesto que la tecnología, especialmente la tecnología de la información, ha jugado un papel fundamental para esta transformación. Por otro lado, al volverse más amplio y especializado el know-how, en muchas organizaciones el trabajo centrado en el individuo ha cedido el paso al trabajo en equipo, y el flujo comunicativo ha pasado de ser predominantemente vertical, a ser multidireccional.

Todo lo anterior no se hubiera dado sin un cambio profundo en la cultura. Se ha redimensionado la importancia del entorno, la de los clientes y la de los colaboradores, se ha caminado paulatinamente hacia una administración centrada en valores, y se ha tendido a darle una gran importancia a la diversidad, como fuente de riqueza y de mejora.

Ahora se entiende el desarrollo como algo integral, se buscan condiciones de trabajo que permitan un sano equilibrio entre la vida laboral y la familiar, y se fomenta el facultamiento y el sentido de responsabilidad, como la única forma de asegurar el compromiso de la gente.

Por supuesto que hablamos de tendencias que no todas las empresas siguen todavía; son principalmente las globales, las que están más expuestas a las nuevas ideas y herramientas, las que están marcando ahora el paso, y como en todo, hay seguidoras de segunda generación y otras que francamente van rezagadas. Pero la tendencia es clara.

Cuando Bennis explicaba por qué vaticinaba el fin de la organización tradicional, decía que una burocracia por definición es lenta, y una empresa lenta no puede subsistir en un entorno dinámico. Poe eso, muchas de las que se quedaron atrás ya no existen.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Manual del usuario


Muchas, y de todo tipo, han sido las aproximaciones que científicos, intelectuales, escritores, artistas, humoristas y poetas han hecho a la mexicanidad. El hecho es que descubrirnos, saber quiénes y cómo somos los mexicanos, ha sido casi una obsesión desde que este país se volvió independiente. Los libros que abordan el tema son incontables; algunos de ellos son ya verdaderos clásicos, como “El laberinto de la soledad”, de Octavio Paz; “El mexicano: psicología de sus motivaciones”, de Santiago Ramírez; “El perfil del hombre y la cultura en México”, de Santiago Ramírez, o “La raza cósmica”, de José Vasconcelos.
También se han llevado a cabo un gran número de investigaciones, como las que realizó Enrique Alduncin hace varios años, publicadas por Fomento Cultural Banamex en los libros “Cómo somos los mexicanos”. Una pregunta obligada es la de a qué se debe este desmesurado interés por descubrirnos, ciertamente mayor al que tiene cualquier otro pueblo de la tierra. Alguna vez, el doctor Díaz Guerrero, especialista en psicología del mexicano, dijo que la causa hay que buscarla en nuestro mestizaje: al no sentirnos españoles ni indios, sufrimos una crisis de identidad.
Lo cierto es que tenemos una serie de características distintivas, algunas de las cuales se pueden calificar como cualidades, y otras como defectos. Con frecuencia tendemos a ver más los segundos que las primeras, lo que es una más de las características referidas. Incluso no pocas veces se ha dicho que los mexicanos somos, per se, el problema. Abel Quezada, en su ya célebre cartón denominado “La tierra y sus dueños”, así lo afirmó. Cuando el asistente de Dios le pregunta a éste por qué le da a nuestro país tantos recursos naturales y tanta riqueza, le responde que no se preocupe, que para compensarlo le pondrá a los mexicanos.
Entre los trabajos humorísticos que tratan el tema de los mexicanos, hay que destacar la recopilación que se hizo de varios artículos publicados por el fallecido escritor Jorge Ibargüengoitia, con un título más que sugerente: “Instrucciones para vivir en México”, que constituyen un auténtico, e ingenioso, manual para el usuario.
¿Tenemos remedio?
Para empezar, Ibargüengoitia comparte el “pesimismo” de Quezada, al decir que el principal defecto que tiene México es “el estar poblado por mexicanos, muchos de los cuales son acomplejados, metiches, avorazados, desconsiderados e intolerantes. Ah, y muy habladores”. A continuación afirma que a la mayor parte de esas características no les ve compostura ni a corto ni a mediano plazo. Y en otra parte es contundente: “La mayoría de los mexicanos han visto tiempos peores, y la mayoría, también, espera ver tiempos todavía peores que los pasados”.
¿Será que realmente muchos de los estudiosos del mexicano piensan que no tenemos remedio, que de alguna manera nuestra naturaleza es así y que más que carga cultural traemos encima una carga genética? Si esto fuera así, no quedaría mucho por hacer, los esfuerzos de cambio serían inútiles y más valdría que nos resignáramos a librarla lo mejor posible con lo que hay.
Sin embargo, muchas veces ese pesimismo es simplemente desesperación que nace de ver que se podría hacer mucho y se hace poco, que hay potencial y se desaprovecha, que hay recursos y se dilapidan. Algo así le debe haber pasado a Ikram Antaki cuando escribió el libro “El pueblo que no quería crecer” refiriéndose, obviamente, al nuestro.
Entonces, ese pesimismo y desesperación no son sino manifestaciones del amor que se le tiene al país, a un país que se quisiera ver más espabilado (espabilar: “avivar y ejercitar el entendimiento o el ingenio de alguien, hacerle perder la timidez o la torpeza; apresurarse, darse prisa en la realización de algo”, según la RAE). Como el mismo Ibargüengoitia expresó: “La verdad es que mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento”.

martes, 17 de noviembre de 2009

La corte de faraón


Jorge Ibargüengoitia, quien fue un estupendo novelista y articulista, caracterizado por un agudo sentido del humor y una visión crítica de la realidad mexicana, producto de su gran amor a este país, escribió en una de sus columnas algo que, pese a que desde entonces han pasado cerca de 30 años, sigue siendo vigente en muchos lugares: “Cada hogar mexicano, por humilde que sea, cada oficina, por rascuache que nos parezca, cada organización, por mucho que carezca de importancia, tiene una constitución que es copia exacta de la corte de los faraones…en cualquier organismo mexicano que examinemos, encontraremos una persona que funge como rey y que ejerce poder ilimitado (dentro de sus posibilidades) por derecho divino, un administrador incompetente y uno o muchos esclavos”.

Aunque pueda parecer exagerada, esta descripción no deja de tener su parte de verdad: quien detenta el poder lo suele hacer de manera ilimitada, centralizando las decisiones, exigiendo obediencia ciega, reprimiendo todo lo que pueda implicar un cuestionamiento a su punto de vista y pretendiendo tener siempre la razón. Nuestras organizaciones están, ciertamente, llenas de faraones acostumbrados a que se haga su voluntad.

El problema es que los faraones generan las otras dos figuras que mencionaba Ibargüengoitia: el administrador incompetente y los esclavos. El primero debe su incompetencia, precisamente, al hecho de que el faraón no lo deja actuar con libertad. Entonces, lo que hace es lo que decidió su superior, situación que lo convierte no en un ejecutivo, sino en un mero ejecutor. La falta de iniciativa, la imposibilidad de ser proactivo, la dependencia insana que se establece con su jefe, y las escasas oportunidades que tiene para actualizarse y mejorar sus habilidades, contribuyen fuertemente también a su incompetencia.

Finalmente, los esclavos tienen que padecer tanto la arbitrariedad del faraón como la incompetencia del administrador, con lo que su nivel de frustración está constantemente alto y su grado de compromiso, por el contrario, permanece bajo. Ante este panorama, ¿cómo queremos desarrollar en nuestro país empresas sanas y competitivas?

Revertir el autoritarismo

Resulta evidente que no todas las empresas son así, pero ciertamente muchas de ellas, públicas y privadas, pequeñas, medianas y grandes, industriales, comerciales y de servicios, comparten esta estructura vertical, esta cultura basada en la centralización, en la falta de facultamiento, en el esquema de autoridad-obediencia, con todos los inconvenientes que esto puede tener en una época como la que vivimos ahora.

Cuando el entorno complejo y cambiante de negocios en el que estamos demanda que en las empresas se trabaje con esquemas basados en elementos como participación, compromiso, talento, preparación, flexibilidad, colaboración, horizontalidad, rapidez e involucramiento, por citar algunos, pareciera que en un buen número de ellas se nada a contracorriente.

Es necesario revertir la cultura del autoritarismo, terminar con el modelo faraónico de administración que vuelve lentas e ineficientes a las organizaciones, aprovechar más y mejor esa enorme veta de creatividad con la que cuentan todas las empresas, fomentar el trabajo en equipo, que por naturaleza es contrario a los mesianismos cuando en realidad se practica, y propiciar que los colaboradores desarrollen sus competencias, se vuelvan más maduros y responsables, y sepan y quieran hacer bien las tareas que tienen asignadas.

Cuando leemos la descripción de Ibargüengoitia nos reímos por la forma ingeniosa en que lo hace; después de todo, esa es la función del humor. Pero cuando la vemos reflejada en lo que sucede en muchas empresas, y las consecuencias que ello acarrea, la sonrisa se convierte en preocupación, porque lo que hizo el escritor es poner el dedo en una de las llagas de nuestra cultura laboral.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El maestro y la vaca


Hay un antiguo cuento oriental que narra que un maestro caminaba una vez por el campo con uno de sus discípulos, de regreso de un viaje, cuando vieron una humilde choza. Fueron a ella para pedir algo de comer; la familia que ahí vivía compartió con ellos el alimento y les contó que eran muy pobres, y que lo único que los mantenía era una vaca, cuya leche vendían para salir adelante a duras penas. Terminando de comer, los viajeros agradecieron la atención, se despidieron y reanudaron su jornada.

No habían caminado mucho cuando se toparon con la vaca. El maestro le pidió a su discípulo que lo ayudara a llevarla a un barranco cercano, desde donde la echaron al vacío. El discípulo se escandalizó y pensó que su maestro o era muy malo o de plano se había vuelto loco para hacer una cosa así. Cuando le pidió una explicación, el maestro calló.

Pasaron los años, el maestro murió, y el antiguo discípulo se convirtió él mismo en un maestro. En una ocasión pasó por la comarca en la que se asentaba la choza y en su lugar vio una casa en forma, amplia y confortable. Sintió curiosidad por saber qué había sido de sus antiguos moradores, los que seguramente habían tenido que irse de ahí al terminárseles su antigua fuente de sustento, si no es que les había pasado algo peor. Se acercó a ella y tocó a la puerta.

Para su sorpresa, en esa casa habitaba la misma familia, la que le contó que, justamente el día que ellos les habían pedido algo de comer, la vaca había tenido un terrible accidente y había muerto al despeñarse por el barranco; dado que su única fuente de sustento se les había acabado, tuvieron que pensar en otra forma de ganarse la vida. Echando mano de la creatividad, emprendieron un negocio que a la larga les resultó mucho más redituable que la vaca, y que hizo que ahora vivieran con mucho mayor holgura.

El antiguo discípulo, entonces, comprendió todo y sintió vergüenza por haber juzgado tan mal a su maestro.

Lanzar al precipicio

Cuando se escucha el cuento por primera vez, la reacción inicial que se tiene al llegar la parte relacionada con el despeñadero, es la misma que tuvo el discípulo: pensar que el maestro era un desagradecido y una persona con malos sentimientos, capaz de privar a una familia de lo único que la mantenía viva.

Sin embargo, en vista de lo que sucede al final, resulta evidente que a muchas personas, empresas y hasta países, les pasa lo mismo que a la familia de la historia: se instalan en su zona de confort, se hacen a la idea de que más vale malo por conocido, y son incapaces de pensar en otras maneras de hacer las cosas, que pudieran ser mejores que las que se practican en la actualidad. Sin lugar a dudas, a veces los bienes se convierten en males, porque nos vuelven conformistas. Un antiguo refrán afirma que la necesidad es la madre de la creatividad.

Cuando se atraviesa por una época como la actual, en la que los recursos son limitados y los problemas parecieran no tener fin ni solución, es fundamental que actuemos como la familia del cuento al quedarse sin la vaca: hay que buscarle por otro lado. Más aún, no pocas veces tenemos que ser nosotros mismos los que despeñemos al animal, porque mientras éste siga estando ahí, será poco lo que hagamos para encontrar nuevas opciones.

No cabe duda de que muchas empresas tienen sus vacas, esos productos o servicios que les proporcionan un ingreso seguro, por pequeño que sea; esas prácticas que vienen aplicando desde hace años, aunque ya no funcionen tan bien como al principio; esas personas anquilosadas que piensan que la organización, y el entorno, son los mismos que hace décadas.

Tirar por el despeñadero debe significar, entonces, algo tan sencillo y a la vez tan complejo como cambiar, otorgar el beneficio de la duda a lo nuevo, a lo desconocido, a lo que pudiera representar una mejor alternativa, y asumir los riesgos que conlleve esa decisión. Después de todo, las vacas no son eternas y algún día tendrán que morir, ya sea porque se les arroje al vacío o porque, simplemente, se les acaba su tiempo.