sábado, 20 de marzo de 2010
Zapatos ajenos
Hay un ejercicio que utilizan algunos facilitadores grupales, que consiste en que las personas formen un círculo, estando de pie, se quiten sus zapatos y se pongan los del compañero (a) que está a su derecha, para después dar algunas vueltas alrededor del salón, con el calzado ajeno. Pese a lo chocante que puede ser esta dinámica, el aprendizaje es claro: ponerse zapatos ajenos no es tan fácil de hacer como de decir; a veces aprietan, a veces quedan tan holgados que resulta imposible caminar con ellos, a veces de plano ni entran.
Como fácilmente se podrá deducir, el ejercicio en cuestión se usa para ilustrar el tema de la empatía, cuya definición más común es, precisamente, la de “ponerse en los zapatos del otro”. La pregunta de fondo es “¿realmente es posible hacerlo? Así como hay hormas que de plano no están hechas para los pies propios, hay “hormas mentales” muy diferentes a las de uno, a las que es casi imposible ajustarse.
“Cada cabeza es un mundo”, afirma sabiamente el refrán, que en realidad está diciendo, en otras palabras, que cada quien tiene su propio marco de referencia. Éste es, quizás, el concepto más importante relacionado con la comunicación humana. El marco de referencia es esa horma mental que cada quien tiene, que lo hace percibir la realidad de una manera particular y darle un significado propio a la información que recibe. Se forma como resultado de los conocimientos y experiencias que las personas vamos acumulando a lo largo de nuestra vida, y del estado anímico y hasta físico del momento presente.
La comunicación entre dos personas tendrá más probabilidades de ser efectiva en la medida en que sus marcos de referencia tengan más elementos comunes (conocimientos similares o experiencias parecidas o compartidas), ya que eso contribuye a que “hablen un mismo lenguaje” y se entiendan mejor. Aún así, no hay dos marcos de referencia idénticos, y es difícil saber qué tanto son parecidos, hasta que las partes se comuniquen y vean lo que tienen en común y lo que no.
La empatía es, entonces, el esfuerzo que hacen las personas por entender a las demás y por conocer su marco de referencia, ese mundo que es su cabeza, esa horma mental.
Desarrollar la empatía
Para ser empático hay que desarrollar algunas actitudes y habilidades básicas. La primera es, sin duda, la apertura al mundo de los demás, al “mundo ancho y ajeno”, para usar el título de aquélla célebre novela de Ciro Alegría. Ancho porque mi marco de referencia es sólo uno entre seis mil millones; ajeno, porque seguramente una cantidad muy grande de esos seis mil millones de personas, tienen una manera de ver la vida muy diferente a la mía. Entonces, pretender que la única verdad es la propia, que la manera correcta de ver las cosas es la de uno, además de volverme intolerante, limita enormemente mi capacidad empática: nunca podré entender al otro porque de entrada lo descalifico.
La segunda es el auténtico interés por los demás. Si estoy encerrado en mi propio monólogo, no prestaré atención a los asuntos de los otros. Para usar una expresión común, estaré siempre “viéndome el ombligo”, lo que me impedirá alzar la vista para ver a mi contraparte, con su manera de ser, pensar, sentir y actuar, con sus problemas, objetivos, intereses, miedos y esperanzas, gustos y fobias. El resultado será que nunca podré conocerlo, y menos entenderlo.
Estos son los terrenos de la compasión, en el sentido budista del término, es decir, entendida como el dejar de tener un panorama exclusivamente centrado en sí, para sustituirlo por uno enfocado mayormente hacia el beneficio de los demás. En su sentido más profundo, sería la conciencia de que la separación entre el “yo” y el “otro” es meramente ilusoria, porque en realidad formamos parte de un todo que nos conecta. Ese es el significado más pleno de la empatía: no estamos separados, sino unidos, y lo que te pasa, me pasa a mí; por eso quiero no solamente entenderte, sino ayudarte.
La tercera es la escucha integral (la que utiliza oídos, mente y ojos), ese acto consciente y voluntario de estar con el otro en cuerpo y alma, demostrándole con evidencias que estamos siendo receptivos, que hacemos un esfuerzo por entrar en su horma, o por lo menos que somos conscientes de que su forma de ver las cosas, no por ser diferente a la nuestra, es menos respetable. La empatía no es sólo hacer ese esfuerzo por entender al otro, sino también el hacérselo sentir, pues de esa manera tenderemos los puentes que pueden llevar finalmente al entendimiento.
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